El
otro día venía en el bus y en una parada a una persona no la dejaban entrar
porque llevaba un billete de 20 euros. Hay
una normativa que no permite pagar con billetes de ese importe. El conductor no le
dejaba y el pasajero no lo entendía. Se creó cierta tensión. Al final, entre mi
acompañante y yo reunimos dinero para cambiarle y que pudiera pagar. Me acerqué,
le di el cambio y pudo subir. Esta persona se sentó detrás de nosotros, llamó
por el móvil a un amigo y le contó lo que le había sucedido. La sorpresa vino
cuando escuchamos cómo cambiaba la historia, contando que el conductor no quería
dejarle pasar sin razón aparente (obviando la norma que le impedía cobrarle), y
cómo, al final una chica de otra nacionalidad (o sea yo) le había pagado el
billete (yo sólo le di cambio, no le pagué el billete). Todo esto lo contaba con
acritud y con un cierto victimismo.
Esto
no deja de ser una anécdota, pero me llamó la atención cómo lo que nos sucede o
nos cuentan, al informarlo a otra persona, se va transformando en algo que no
tiene mucho que ver con lo que pasó.
Más
aún, me resulta interesante ver el modo en que somos recipientes con una forma
determinada, y la información (sobre todo si nos toca personalmente) se adapta
a esa forma, como el agua a una vasija.
Partiendo
de que “construimos” la realidad mediante nuestros sentidos y esquemas
mentales, no deja de ser curioso que éstos puedan condicionar la manera de ver lo
que nos pasa y cómo llevamos nuestra vida, para bien o para mal.
Más
que distorsiones (a no ser que haya un trastorno mental severo), podríamos
hablar de sesgos. Y dentro de éstos, los adaptativos (razonables más o menos y
con los pies en la tierra) y los desadaptativos (con cierta irracionalidad y
generadores de sufrimiento).
Ya
lo decía Epicteto: “No son las cosas mismas las que nos perturban, sino las
opiniones que tenemos de esas cosas”.
Javier Gutiérrez Sanz
Psicólogo
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