Equilibrio

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lunes, 3 de febrero de 2014

Constante, aunque sea lento


Hace un tiempo leí una cita de Confucio que decía así: “No importa cuán lento sea nuestro desarrollo, siempre y cuando no se detenga”.  Es una frase sugerente que estimula ideas, más si las lleva uno al tema de la terapia, donde se fomenta el desarrollo de algo y se pide constancia para que se vean los frutos.

Lo primero que me viene a la cabeza es paciencia. Los procesos de desarrollo suelen llevar un tiempo, y algunos no tienen fin, ya que son un refinamiento continuo. Sin paciencia y por tanto continuándolos, muchas veces no se pueden dar, de la misma manera, que un árbol lleva un proceso interno hasta que da sus frutos. Si lo cortamos antes, no habrá podido desarrollarlos.  Muchos de estos cambios no son visibles y hay que ser constantes. Alimentar ese proceso.

Aunque pueda parecer contradictorio, a veces es necesario dar descanso al aprendizaje para que el desarrollo siga adelante. Se dice que los samuráis cuando acaban su aprendizaje, llevado de manera intensa durante años, se les pedía que se fueran a otra tierra durante un par de años, dedicándose a otras tareas que no tenían nada que ver con su vocación, como labrar tierras o hacer un oficio. Se supone que ese período de “barbecho” era para que se asimilase e interiorizase todo lo aprendido de manera intencionada años atrás. Para que el aprendizaje se demostrase, el samurái volvía después y ejercía para lo que se le había instruido.

Creo también que ese camino es algo personal. Una cosa que suele frustrar ese desarrollo es la comparación con los demás, cuando el resultado es negativo. Se acaba desistiendo y parando el proceso olvidándonos que no siempre es lineal. A veces es más lento, otras, más rápido.

Lo que me parece claro es que cuando uno echa a andar, por muy lento que lo haga, avanza. Cuando uno se detuvo un tiempo largo fue camino no recorrido.

De todas maneras, siempre estamos a tiempo de retomar el camino y seguirlo por donde lo dejamos.

 

Javier Gutiérrez Sanz

Psicólogo

miércoles, 26 de octubre de 2011

El Discurso de Uno Mismo





Vi hace unas semanas El Discurso del Rey, triunfadora de la última edición de los Oscar. Me pareció una gran película que mantiene la atención hasta el final de la historia. La recomiendo. La película me sugirió un par de temas para este blog.

La historia cuenta las dificultades de Jorge VI, rey de Inglaterra para hablar en público ya que tartamudea y se queda en blanco. Al principio no deja de ser una situación embarazosa pero esporádica, ya que su padre es el rey, y él es el segundo en la línea dinástica, por lo que su vida pública es probable que quede en un segundo plano. El problema se agrava y se hace acuciante, cuando su hermano, tras suceder a su padre, abdica en él como rey. Además se intuyen tiempos difíciles con la inminente 2ª Guerra Mundial, lo cual obliga al rey a dar la cara constantemente.

Me llamó la atención como nosotros vamos tejiendo sin darnos cuenta una serie de ideas acerca de cómo nos vemos. Buenas y malas. Estas últimas recalcan su incapacidad para hablar en público o tartamudear en situaciones tensas.  Aquí hay un autoconvencimiento íntimo de imposibilidad de afrontar ese reto. Pero además, hay un entorno que refuerza esa idea de incapacidad. Hay una metaperspectiva: como yo creo que me ven los demás. Muchas veces la cumplimos al dedillo. Tanto (parte de) el entorno como el propio rey desconfían de que pueda cumplir esa tarea y resulta que es así. No puede hacerlo. Cumple lo que ellos esperan y él espera de sí mismo.

El movimiento hacia el cambio se da más por necesidad que por convicción aunque late detrás un disgusto interno.

Hay un par de ideas que me gustaron.

Primero: todo lleva un proceso. Hasta el del autoconvencimiento de que es necesario un cambio. El proceso se puede estimular y optimizar pero no se le puede poner una velocidad más alta de la que le corresponde. El cambio se encauza cuando el cambio viene realmente por uno mismo (aunque las exigencias externas permanecen). Ahí las ganas  de cambiar se convierten en genuinas y duraderas, porque vienen de dentro.

Segundo: el rey se pone en manos de un logopeda para solucionar su problema lingüístico. La relación que se establece entre ellos es fundamental para el proceso terapéutico. No es fácil. Hay reticencias por parte del rey. Subidas y bajadas. Es un proceso lento. Dentro de las múltiples habilidades del logopeda, la más reseñable es la aceptación total de su paciente. Aparte de ser un personaje sincero, que tiene claras sus normas, que no se deja intimidar, lo más importante es, que no juzga al rey. Eso hace que poco a poco éste se vaya relajando, y se muestre más natural e íntimo. Eso propicia que vaya mostrando una visión diferente de sí mismo y que se la crea. Esta visión es alentada por el propio logopeda, la cual contrasta con casi todo el entorno del rey. Poco a poco irá consiguiendo que aquel  también cambie esa imagen negativa.

En la película todo esto se transmite bien pero sin énfasis, lo cual hace que sea verosímil. Hay que añadir que la dirección, guión,  el diseño de película y el magnífico trabajo de los actores elevan la película  por encima de cualquier telefilm que trate como tema principal la  autosuperación.


Javier Gutiérrez Sanz
Psicólogo